533. «las mujeres tienen coraje y los hombres son cobardes»

Dice Miller (2010) que «las mujeres tienen coraje y los hombres son cobardes». ¿Cómo entender esta idea que coloca a las mujeres del lado de la valentía y a los hombres del lado de la cobardía? Esto se entiende a partir de la referencia fálica en el complejo de castración. Freud llama «complejo de castración» al encuentro de los niños con la diferencia sexual anatómica. Niños y niñas subjetivan la diferencia sexual diciendo: «los niños tienen pene, las niñas… no tienen pene». “Hasta hoy -dice Miller (2002)- es un hecho que un tengo esencial, primordial, recae sobre el pene” (pág. 153), recae sobre eso que se ve, y lo que ven niños y niñas es que hay seres que tienen algo que a los otros les falta; es así como se subjetiva ese tener o no tener un pene, es así como se subjetiva la diferencia sexual en ambos sexos.

Entonces, «según se tenga o no el órgano que, en el cuerpo, encarna el significante fálico» (Miller), los hombres quedan del lado de los que tienen algo que proteger y las mujeres ¡no tienen nada que perder! El hombre es, pues, un dueño, dueño del falo. «Es esencialmente un dueño; gestionará mejor o peor su propiedad, pero está condicionado por ella» (Miller). Y las mujeres, con respecto a la referencia fálica, como no tienen el falo, el falo les falta, no tienen nada que perder. Por esta razón, «no tener nada que perder puede otorgar un coraje sin límite, aun feroz: mujeres que, para salvar lo más precioso, están preparadas para ir hasta el final sin detenerse, dispuestas a luchar como quieran» (Miller).

El tener el falo no es ninguna ventaja para los hombres, ya que temen perderlo -angustia de castración-; por eso se dedican a cuidar todo lo que tienen: su pene, su dinero, su mujer, su automóvil, etc. «La cobardía fundamental de los hombres es que están embarazados por algo que tienen que proteger» (Miller, 2010). Tener el pene embaraza a los hombres porque no sabe qué hacer con él, dónde ponerlo, manejarlo, dónde colocarlo; «eso puede despertar en ellos la ferocidad del dueño amenazado de robo» (Miller); de cierta manera, los hombres siempre se sienten amenazados, tanto frente a otros hombres: «tienen más de lo que yo tengo», como frente a las mujeres: «ellas desean tener lo que yo tengo», el falo.

Podría parecer que, por tener el falo, los hombres están en posición de amo y las mujeres en posición de esclavas, según la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo; pero no es así. «El hombre, aunque pueda parecer que manda, es el esclavo, el siervo. Lo es porque, de manera estructural, el que sale siervo de esa lucha es el que debe proteger algo –en Hegel, supuestamente su vida–» (Miller, 2010). La mujer, en cambio, está en posición de amo, ya que no tiene nada que proteger. La dominación femenina se desprende de una posición de un amo sin reglas, que denuncia al falso amo que es el hombre, como bien lo sabe hacer la mujer histérica.

497. Sobre el desarrollo de la teoría freudiana

Los primero que encuentra Freud en el abordaje de los síntomas de la histeria, es que los pacientes habían olvidado hechos ocurridos en su vida; Freud (1925) se da cuenta de que «todo lo olvidado había sido penoso de algún modo: produjo terror, dolor, o fue vergonzoso para las exigencias de la personalidad» (p. 28). Esto es lo que lo lleva a introducir el concepto de «represión», como ese esfuerzo de desalojo de la conciencia de representaciones que le causan algún malestar al sujeto; «era una novedad, nunca se había discernido en la vida anímica nada que se le pareciese. Evidentemente se trataba de un mecanismo de defensa primario, comparable a un intento de huida» (Freud, p. 29). Eso reprimido pasa entonces a ser «inconsciente». Represión e inconsciente se constituyen en los conceptos que fundan la teoría psicoanalítica.

Ahora bien, el problema con la represión, como mecanismo de defensa primario, es que fracasa. Siempre hay un retorno de lo reprimido, bajo la forma de síntomas, que no son otra cosa que formaciones de compromiso, producto del conflicto psíquico entre los impulsos rechazados que buscan salir a la luz (las pulsiones que buscan su satisfacción) y la conciencia (que reprime aquello que se le hace indeseable). «La doctrina de la represión se convirtió en el pilar fundamental para el entendimiento de las neurosis» (Freud, 1925, p. 29).

La introducción de lo inconsciente lleva a Freud (1925) a concebir el aparato psíquico «como edificado a partir de cierto número de instancias o sistemas, de cuya recíproca relación se habla con expresiones espaciales, a pesar de lo cual no se busca referirla a la anatomía real del cerebro» (p. 31). Esto es lo que se denomina el punto de vista tópico del aparato psíquico, dividido en tres instancias: consciente, preconsciente (que nos es otra cosa que una memoria latente) y el inconsciente.

El análisis de los síntomas patógenos en el sujeto, llevaron a Freud (1925) a las épocas más tempranas de la vida de los enfermos, hasta llegar a la primera infancia, y allí se encontró con que esas vivencias infantiles reprimidas siempre involucraban «excitaciones sexuales y de la reacción frente a estas» (p. 32). Esto de la sexualidad infantil resultó ser toda una novedad en su época, y al mismo tiempo «una contradicción a uno de los más arraigados prejuicios de los seres humanos. En efecto, se consideraba «inocente» a la infancia, exenta de concupiscencias sexuales, y que la lucha contra el demonio «sensualidad» se entablaba sólo con la pubertad» (p. 32).

El descubrimiento de la sexualidad infantil se constituyó en todo un escándalo y desautorización universal, al cual Freud (1925) no cedió. Él tenía la certeza de que «la función sexual arranca desde el comienzo mismo de la vida y ya en la infancia se exterioriza en importantes fenómenos» (p. 32). Incluso él llega a la conclusión de que los síntomas neuróticos no necesariamente se anudaban vivencias reales, sino y sobretodo a fantasías de deseo, «y que para la neurosis valía más la realidad psíquica que la material» (p. 32). Esas fantasías de los pacientes son las que llevaron a Freud a hablar del «complejo de Edipo», es decir, los vínculos afectivos que el niño establece con sus cuidadores: «el varoncito concentra sus deseos sexuales en la persona de la madre y desarrolla mociones hostiles hacia el padre en calidad de rival» (p. 34).

Con el estudio de la sexualidad infantil, Freud introduce el concepto de «pulsión», nombre que él le da a los impulsos sexuales del sujeto en la medida en que dichos impulsos no responden a un instinto sexual, como sucede en los animales. Las pulsiones, entonces, que están presentes desde el comienzo de la vida, primero apuntaladas en otras funciones de importancia vital (comer, defecar) y que luego se independizan de estas, van a depender de las zonas erógenas del cuerpo, zonas que cuando se estimulan producen una ganancia de placer y que emergen en pares de opuestos (sadismo-masoquismo, pulsión de ver-pulsión de exhibición). Así pues, la pulsión no es solo una, sino que son varias (pulsiones parciales) y cada una por separado busca procurarse una ganancia de placer que, la mayoría de las veces, encuentran su objeto en el cuerpo propio (autoerotismo) (Freud, 1925, p. 34).

Por último, Freud se va a encontrar, estudiando la sexualidad infantil, conque «sólo el genital masculino desempeñaba un papel en ella, pues el femenino no había sido descubierto (he llamado a esto el primado fálico). La oposición entre los sexos todavía no recibía en esa época los nombres de masculino o femenino, sino: en posesión de un pene o castrado» (p. 35). Esto es lo que Freud (1925) denominará «complejo de castración», el cual tendrá gran significatividad en la formación del carácter y la neurosis del sujeto.

489. ¿Por qué la mujer no existe?

Con el axioma lacaniano «La mujer no existe», Lacan no estaba diciendo que las mujeres no existan; es más, él agrega a dicho axioma que «solo existen las mujeres de una en una». Dicho axioma tiene una explicación lógica, y es que para inscribir en el inconsciente la diferencia sexual, se cuenta con un solo significante: el falo. Esto significa que en el lugar del Otro -tesoro de los significantes, es decir, el lugar al que acudimos para hacernos a una representación de sí mismos y del mundo que nos rodea- existe un agujero en el saber; en el Otro falta el significante con el que se podría inscribir el Otro sexo. Asi pues, en el inconsciente sólo existe un significante para nombrar la diferencia sexual; falta entonces uno, uno que no se inscribe en el inconsciente. No existe en el inconsciente el significante que represente al Otro sexo

Con el significante «falo», tanto el hombre como para la mujer identifican a ambos sexos, es decir, que con un solo significante se señala la diferencia sexual: los que lo tienen son los hombres y las mujeres son aquellas que están privadas de él. Niños y niñas establecen siempre la diferencia sexual diciendo: los niños tienen pene, las niñas no lo tienen; así es como niños y niñas subjetivan la presencia o ausencia del pene -complejo de castración-. Por esta razón también se dice que el falo es un significante sin par: no hace pareja con ningún otro significante, de tal manera que en el lugar del Otro sólo existe un significante para señalar la diferencia sexual, y no dos. Es como si faltara el significante que permitiría identificar al Otro sexo.

Con el significante falo se puede hacer el conjunto universal de los hombres: son todos aquellos que tienen falo. Esta es la razón por la que los hombres son todos iguales –“cortados por la misma tijera”–, pero, ¿con qué significante se hace el conjunto universal de las mujeres? No lo hay, no existe, por eso el axioma lacaniano «la mujer no existe» como conjunto universal; existe, sí, la mujer una por una –por eso las mujeres son todas diferentes, no hay una que se parezca a otra–.  Así pues, «lo que Lacan cuestiona no es el sustantivo “mujer”, sino el artículo definido “la”, que en francés, como en otros idiomas, indica universalidad» (Grippo, 2014). La consecuencia de esto es que, para la mujer, hay un goce «más allá del falo», un goce no-todo fálico. Más allá del falo, la mujer tiene relación con un goce «suplementario», un goce infinito, que tiene que ver con la falta de un significante que la nombre en el lugar del Otro.

476. El complejo de castración

La investigación sexual de los niños es una de las características más importantes de la sexualidad infantil. Ella comienza bien temprano en la infancia, antes del tercer año de vida, dice Freud (1916/17), y no arranca de la diferencia sexual, que nada significa para los niños, ya que el niño, por lo menos el niño varón, atribuye a ambos sexos el mismo genital: el masculino. A este período de la vida del niño Freud lo denominó «fase fálica», la cual sería la tercera fase del desarrollo psicosexual del niño, después de la fase oral y la fase sádico anal, y antes de la fase genital.

Durante la fase fálica, entonces, los genitales de ambos sexos no desempeñan ningún papel, sino solo el masculino. «Los genitales femeninos permanecen por largo tiempo ignorados» (Freud, 1940, p. 152), y solo interesa, a niños y niñas, el genital masculino, es decir, el falo, ya que es el que pueden observar claramente. Por lo tanto, niños y niñas parten de la «premisa universal del pene», es decir, de la suposición de la presencia del genital masculino en todos los seres humanos. En los niños esto es muy claro, pero ¿por qué en las niñas también? Porque cuando las niñas descubren la diferencia sexual, ellas la subjetivan pensando que a ellas les falta el falo, es decir, que a ellas o no les dieron uno, o se lo quitaron, o no les creció. La referencia es entonces a la presencia del falo en todos los niños.

¿Cómo subjetiva el niño varón la diferencia sexual? El dirá que hay seres en el mundo que les falta lo que él sí tiene, lo cual para él es algo amenazante; al ver que hay seres en el mundo que no tienen pene, él supone que lo han perdido o que se lo han cortado; él se va a angustiar por esto, y a esto Freud (1916) lo llamó «angustia de castración». Entonces, al descubrir el niño varón que una hermanita o una compañera de juegos no tiene idénticos genitales a los de él, la primera reacción del niño será «desmentir el testimonio de sus sentidos, pues no puede concebir un ser humano semejante a él que carezca de esa parte que tanto aprecia» (Freud, 1916/17, p. 290).

Entonces, hasta ahora tenemos lo siguiente: Freud llama «complejo de castración» al encuentro de los niños con la diferencia sexual anatómica. ¿Cómo subjetivan niños y niñas la diferencia sexual? ¿Cómo inscriben la diferencia sexual en el psiquismo? Niños y niñas subjetivan dicha diferencia diciendo: «los niños tienen pene, las niñas… no tienen pene»; nunca los niños y las niñas subjetivan la diferencia sexual diciendo: «los niños tienen pene y las niñas tienen vagina». Subjetivar el pene significa que este recibe por parte del sujeto, una significación. La significación que le da el sujeto al pene es lo que hace de él el falo. El falo es, entonces, el nombre que recibe el pene una vez éste ha sido significantizado, es decir, subjetivado por el sujeto. Y la forma como subjetivan niños y niñas al falo es: “está o no está”. Es cuestión de tener o no tener.

Como ya se indicó, los genitales femeninos a esta edad del niño (entre tres y cinco años) son ignorados, no tienen ninguna importancia, ya que lo que pesa en los niños es lo que observan, lo que ven; “hasta hoy -dice Miller (2002)- es un hecho que un tengo esencial, primordial, recae sobre el pene” (pág. 153), recae sobre eso que se ve, y lo que ven niños y niñas es que hay seres que tienen algo que a los otros les falta; es así como se subjetiva ese tener o no tener un pene, es así como se subjetiva la diferencia sexual en ambos sexos. Por eso lo que Freud llamó «castración» es una castración simbólica; no es una castración real: a nadie se le corta nada; la falta de pene que se introduce en la niña es simbólica.

Así pues, todo infante suele creer que todos los seres del mundo tienen un solo genital, el masculino. Tanto para la niña como para el niño, sólo el genital masculino es tenido en cuenta a la hora de establecer la diferencia sexual. El genital femenino, como ya se dijo, no significa nada para ellos; se le puede explicar la diferencia sexual a una niña diciéndole que los niños tienen pene y las niñas vagina, pero esto no le dice nada. Lo que sí le dice algo es lo que ella observa: que hay seres que tienen un apéndice que ella no. Igual el niño: en el momento de su encuentro con la diferencia sexual, el niño no puede creer lo que ve: que existen seres que no tienen lo que él sí tiene.

Entonces, en un primer momento, el niño tiene la creencia de que todos tienen pene. “Así como soy yo, así debe ser todo el mundo”. No existe en la psiquis del niño la posibilidad de que alguien no lo tenga. En un segundo momento el pene es algo presente en los niños pero que falta en las niñas; entonces él piensa que puede perderlo; considera que la niña no lo tiene porque lo perdió. A su vez, la niña considera que el varón, por tener un pene, es completo, y que ella ha sido privada de ese órgano, que no se le dio. Esto la lleva a sentirse incompleta, inclusive inferior al niño, entonces va a desear querer tener uno, tener un pene. A este deseo Freud lo llamó «envidia del pene»; esto lleva a muchas niñas a comportarse como los niños: empiezan a orinar de pie, o a jugar los juegos de los niños: fútbol, etc. Ella tampoco se resigna a no tener lo que el niño sí tiene, y desea uno para ella.

El tener el falo no es ninguna ventaja para los hombres, ya que temen perderlo -angustia de castración-; por eso se dedican a cuidar lo que tienen: su pene, su dinero, su mujer, esa con la que hacen ostentación de lo que tienen, al igual que con su moto, su automóvil o sus lujos, ostentación que los hace ver como unos idiotas. Las mujeres no tienen falo, pero desean tener uno -envidia del pene-; para eso recurren a sustituir simbólicamente el falo por otros objetos: un hijo por ejemplo (Brodsky, 2004). Así pues, a las mujeres les va mejor: como no tienen nada que perder, no padecen de la angustia de castración. Esto las hace más aguerridas y más decididas con lo que desean en la vida.

Por último: el complejo de castración vale para ambos sexos, solo que niños y niñas lo viven de una manera diferente: los niños temen perder lo que tienen, las niñas, en cambio, desean uno para ellas. Estas dos posiciones, en unos y otras, tendrá enormes consecuencias en la posición subjetiva como hombres y como mujeres.

475. Las tres respuestas del niño al deseo de la madre

El psicoanálisis lacaniano nos enseña sobre los tres lugares que puede ocupar el niño frente al deseo de la madre. El deseo de la madre se constituye en uno de los elementos clave en la relación del niño con un Otro significativo; el otro elemento es el Nombre del Padre, esta función simbólica que se separa del padre de familia y que hace posible la sustitución de la ley caprichosa de la madre, por la ley simbólica representada en la prohibición del incesto. Las tres posiciones del niño frente al deseo de la madre son: el niño como falo, el niño como síntoma y el niño como objeto en el fantasma de la madre. Cada una de estas posiciones determinan la estructura clínica del sujeto: perversión, neurosis y psicosis respectivamente.

El niño como falo de la madre es un niño que responde con una identificación al objeto de deseo de la madre: el falo, es decir, que la madre hace de él su objeto maravilloso, poniéndolo por encima del padre. Se trata de madres que sustituyen el deseo por el padre, o cualquier otro deseo, por el deseo por su hijo; su hijo se constituye en el bien más preciado, más que cualquier otra cosa. Se trata aquí de madres que suelen ser muy sobreprotectoras y alcahuetas con sus hijos, que hacen todo por ellos, y que hacen con ellos lo que se les antoja, es decir, dictan sobre ellos una ley absolutamente caprichosa. El destino para ese niño identificado al objeto de deseo la madre es la perversión, ya que, en esa posición, al lado de una madre que no se muestra en falta, deseante, sino como completa y satisfecha con su posesión -su hijo-, no hay lugar para la castración de ese niño, es decir, para la inscripción de la falta que lo hará un sujeto deseante. Cuando una mujer se reduce a ser solo mamá, el niño queda atrapado en su deseo como objeto fálico, situación que le dificulta el poder pasar a ser un sujeto a cabalidad.

El niño como síntoma de la madre tiene que ver, más específicamente, con el niño que se constituye como síntoma de sus padres; y esto es algo estructural, es decir, el niño es producto de ese malentendido estructural que se da entre los padres, ya que el niño es producto del parloteo de sus padres, parloteo de un par de sujetos que no hablan la misma lengua, que difícilmente se ponen de acuerdo; hombres y mujeres parecen de especies diferentes, ya que no hablan la misma lengua, no se entienden entre ellos, por eso en toda relación de pareja está tan presente el malentendido, y el niño, se puede decir así, es producto de ese malentendido, es decir, un síntoma de la pareja parental. El niño se constituye, entonces, en un síntoma de los problemas y las dificultades que se presentan entre los padres, así pues, en muchos casos los síntomas neuróticos de los niños son la respuesta a ese malentendido estructural que hay en la pareja parental. Y casi que se podría concluir que todo sujeto neurótico es un síntoma de la relación de pareja.

Y el niño como objeto del fantasma de la madre es, en este caso, el niño que no es un objeto maravilloso, deseado, sino más bien un objeto de desecho. Esta situación se da cuando el niño no encuentra un lugar en el deseo del Otro, no encuentra un espacio en el deseo de la madre. El niño, aquí ya no se encuentra frente a un Otro deseante, en falta, sino que más bien se encuentra frente a un Otro que goza, un Otro completo, con una voluntad de goce tal que toma al sujeto como puro objeto de ese goce. Esto lo que produce es que el Nombre del Padre, ese significante fundamental que le permitiría al sujeto organizar su subjetividad de una manera “normal”, queda rechazado, forcluído, determinando “el defecto que condiciona la psicosis, es decir la ruptura del armazón del sujeto.” (Valiente, 1990, p. 102). Así pues, el sujeto psicótico ocupa el lugar de objeto en el fantasma del Otro, y en ese sentido, se trata de un sujeto que no es deseado como tal, no es deseado como sujeto, pasando más bien a ser un puro objeto de desecho.

471. ¿De qué depende la estructura clínica de un sujeto?

Si bien es cierto que un neurótico puede tener rasgos perversos −de hecho, todo neurótico los tiene−, una histérica tener rasgos obsesivos y un obsesivo tener rasgos psicopáticos, los rasgos no hacen la estructura psíquica. La estructura clínica responde a la posición subjetiva del sujeto, y se diagnostica a través de la escucha de sus dichos; por esta razón la clínica psicoanalítica es una clínica de la escucha, diferente a la clínica psiquiátrica que es una clínica de la mirada, la cual observa los signos y los síntomas de la enfermedad para establecer el diagnóstico del síndrome o el trastorno. La clínica psicoanalítica, si bien tiene en cuenta estos aspectos de la clínica psiquiátrica, hace énfasis en lo que el sujeto tiene para decir sobre sus relaciones con sus semejantes, su trabajo, el amor, su propio sufrimiento, etc. El psicoanálisis sabe que es muy diferente la forma de ver y de relacionarse con el mundo de un paranoico, de un obsesivo, de un perverso, de un histérico o de un esquizofrénico. Saber y entender cuál es la posición subjetiva de un sujeto en el mundo −su estructura psíquica, su posición subjetiva como neurótico, psicótico o perverso−, determina también la forma como se va a intervenir, su tratamiento −si lo hay−.

¿De qué depende la estructura clínica de un sujeto? Depende del Otro; “ese lugar del Otro, es entonces el elemento determinante para el sujeto de la clínica lacaniana, su condición (neurosis o psicosis) dependerá de lo que tiene en el lugar del Otro, su destino estará ligado a lo que tiene lugar en el Otro articulado como un discurso, concepción que culmina en Lacan con la formulación que dice: el inconsciente es el discurso del Otro” (Nepomiachi, 1990, p. 11). A nivel de las neurosis –histeria, neurosis obsesiva y fobia−, el sujeto se las tiene que ver con el deseo del Otro, así pues, el tipo de neurosis dependerá de la relación que el sujeto entable con el deseo, que es a fin de cuentas el deseo del Otro; otro que si es deseante, es porque está en falta. Se trata entonces, en las neurosis, de un Otro castrado, en falta. “Abordar la clínica desde el deseo del Otro, será comprender a las neurosis como formas de mantener una relación con ese deseo, procurándolo por la insatisfacción en la histeria, asegurándolo como imposible en la neurosis obsesiva, así como a través de la angustia en esa forma más radical que es la fobia. Verdadera concepción de la angustia como confrontación al deseo del Otro.” (1990, p. 13).

Las psicosis –paranoia, esquizofrenia, autismo y melancolía–, también responden al Otro, solo que aquí ya no se trata de una relación con otro deseante o en falta. Aquí más bien se trata de otro que goza, un Otro completo, con una voluntad de goce tal que toma al sujeto como objeto de ese goce. Aquí el Otro deja de lado la inscripción de ese significante fundamental –forclusión del Nombre del Padre– que le permitiría al sujeto organizar su subjetividad de una manera “normal”; en las psicosis fracasa la metáfora paterna en el lugar del Otro, determinando “el defecto que condiciona la psicosis, es decir la ruptura del armazón del sujeto.” (Valiente, 1990, p. 102). Así pues, el sujeto psicótico ocupa el lugar de objeto en el fantasma del Otro, y en ese sentido, se trata de un sujeto que no es deseado como tal, no es deseado como sujeto, pasando más bien a ser un puro objeto de desecho. El sujeto psicótico queda, pues, preso de la voluntad de gode del Otro, sin ningún mecanismo de defensa frente a ello, exceptuando su delirio.

La perversión también es una estructura clínica en la que el sujeto está preso de la voluntad de goce del Otro, solo que aquí el sujeto tiene un recurso que no tiene el psicótico: la renegación de la castración del Otro. Por esta razón, el paradigma de la perversión es el fetichismo, ya que en él se puede observar claramente cómo el objeto fetiche tiene la función de tapar esa falta que se presenta en el Otro –su castración–, desmintiéndola. Así pues, para el perverso el Otro no está en falta; él lo completa ubicándose en el lugar de objeto causa de su deseo y respondiendo a la voluntad de goce del Otro. El perverso, entonces, no reprime su sexualidad, como lo hace el neurótico, sino que la realiza, la lleva a cabo; por eso Freud decía que la perversión es el negativo de las neurosis, haciendo uso de una metáfora fotográfica, cuando en la fotografía se hacía uso de los rollos o películas fotográficas.

460. El «continente negro»

El psicoanálisis nació a finales del siglo XIX, del encuentro de Freud con mujeres que padecían de síntomas histéricos. De hecho, la inventora de la técnica psicoanalítica –la asociación libre– fue una mujer, una “que le dijo a Freud: “Calle un poco, escuche lo que me hace sufrir y no puedo decir en otra parte”” (Bassols, 2016). Freud, por tanto, “se dejó enseñar por las mujeres. Le dio la palabra a la mujer reprimida por la época victoriana y planteó la pregunta: ¿qué quiere una mujer?” (Bassols); pregunta que Freud no pudo responder, es más, que nadie ha podido responder, porque hace parte de la constitución psíquica de las mujeres el no saber lo que quieren; ellas se identifican con la falta que es constitutiva del sujeto que pasa por la castración, el sujeto neurótico; por eso se presentan como seres en falta, seres que no saben con qué objeto llenar esa falta, o si lo saben –un hijo, un hombre, el estudio, el trabajo–, pues pueden errar, porque el deseo no se satisface con un objeto; no existe un objeto que pueda venir a satisfacer esa falta que llamamos deseo… ¡afortunadamente!, porque eso es lo que impulsa al sujeto a seguir buscando, e inventando, a ir más allá. Y si bien esto hace a las mujeres un tanto díscolas, pues es lo que hace a este mundo menos aburrido. ¿Aburrido?, ¡el mundo de los hombres!, un mundo calculado, predecible, obstinado, psicorrígido… ¿¡Qué sería de este mundo sin las histéricas!?

Por lo anterior es que Freud denominó a la mujer el “continente negro”, por tener una topografía desconocida, enigmática, oscura. Las mujeres suelen ser asimétricas al hombre; hay una asimetría radical entre los sexos, incluso a nivel de sus formas de gozar, incluido el goce sexual (Bassols, 2016). Es por esa asimetría que “el goce femenino sigue siendo hoy rechazado, segregado de múltiples formas” (Bassols). Esa asimetría es lo que explica, también, por qué Lacan formula que “La mujer no existe” y que “La mujer es el síntoma del hombre”. La primera fórmula “implica que cada mujer debe inventarse a sí misma, que no hay identificación posible a un modelo, menos todavía al modelo de la madre (Bassols). Esta fórmula se opone a la lógica masculina, regida por la lógica fálica, la lógica del Uno, esa que dice que “un vaso sea un vaso y una mujer sea una mujer, siempre según un concepto previo” (Bassols). Esto es lo que hace a los hombres seres elementales, obtusos, tercos, conservadores, predecibles y aburridos. Par un hombre un “sí” es un “sí”, y un “no” es un “no”; en cambio, para una mujer un “sí” puede ser un “no” y un “no” puede significar que “sí”. ¡Por eso los hombres no las entienden! “La feminidad es lo que hace que algo pueda ser siempre otra cosa distinta de lo que parece” (Bassols).

Y es también por lo anterior que los hombres piensan que las mujeres están locas; nadie las entiende, ni ellas mismas: ¡locas, brujas, pérfidas! ¡Continentes negros!, gritaría Freud. En efecto, si las mujeres son como locas es porque ellas tienen como pareja al Otro en falta, con el cual se identifican. Locas sí, pero no psicóticas, corrección que hace Lacan para distinguir esa condición femenina que las hace díscolas, pero no necesariamente inscritas en la estructura psicótica (Miller, 1998).

454. Amar: entre la falta y el signo de amor.

El problema del amor es que se aprende a amar demasiado temprano en la vida –cuando se es un infante–, y en un mal lugar: al lado de los padres. Esto es lo que hace al amor un tanto traumático para los seres humanos. El primer gran objeto de amor es la madre. “Para ambos sexos eso empieza con la madre” (Miller, 2011). Entre el niño y la madre se establece, entonces, un vínculo que es fundamental para la constitución subjetiva del niño: la dependencia de amor. Dicho vínculo se sostiene en una falta fundamental: la de esa madre en la medida en que ella ha subjetivado su castración –“no lo tengo, el falo”–; por eso, para el psicoanálisis, solo puede amar aquel que se siente en falta, el sujeto castrado, quien es fundamentalmente el sujeto neurótico.

Así pues, amar es dar lo que no se tiene, amar es reconocer la falta y dársela al otro; amar no es dar lo que se tiene, sino lo que no se posee (Miller, 2008). Pero en el amor también cuentan el arte y la manera: “si se considera el modo en que se hacen los regalos, puede decirse que el arte y la manera de dar valen más que dar mucho. Los japoneses son muy buenos para dar naderías rodeadas de una pompa sensacional” (Miller, 2011). Por eso al amor hay que rodearlo de una suerte de ceremonia: hay que cortejar al otro, hacer un rito para dar lo que no se tiene, esa nada tan deliciosa (Miller).

De aquí la importancia de que el amante no se presente tan completo, sino más bien incompleto. Los sujetos que en el amor se presentan completos –autosuficientes, independientes, autónomos– ni aman ni son amados, ya que el amor está siempre del lado de la falta. Para ser amado, hay que presentarse en falta, incompleto, con un agujero que haga posible que se desencadene el amor en el otro: “es que lo veo muy desvalido”, “es que no sabe escoger su ropa”; “es que es un poco tonta”: ¡una falta, una pequeña! ¡Cualquiera que esta sea!

Además, “para una mujer, sigue siendo esencial el signo de amor” (Miller, 2011). Las mujeres siempre están en la búsqueda de los signos de amor en el otro, por eso ellas se dedica a espiar: revisan el móvil, la libreta, la ropa, buscando que ese signo de amor no se dirija a otra. El problema es que el signo de amor es frágil, fugaz, y además diferente de la prueba de amor. “La prueba de amor siempre pasa por el sacrificio de lo que se tiene, es sacrificar a la nada lo que se tiene, mientras que el signo de amor es una nadería que se marchita, que decae y se borra si no se la trata con todos los miramientos, si no le testimonian todas las consideraciones” (Miller). Es decir, renunciar a lo que se tiene es una muy buena prueba de amor: renunciar a otras mujeres, a los amigos, etc. Siempre que se ama a otro, hay sacrificios, renuncias. Y enseguida, hay que dar un signo, una señal que le haga saber a esa mujer que se eligió, que se la ama.

448. ¿Por qué los hombres son tan elementales y las mujeres tan complicadas?

Cuando Lacan habla de la sexuación del cuerpo, se habla de cómo hombres y mujeres se ubican con respecto al significante falo, es decir, del lado de la posición masculina o la posición femenina. Del cuerpo se puede decir que hay un cuerpo real -el organismo-, un cuerpo simbólico -el tesoro de los significantes, los cuales dejan una marca de goce en la conjunción con el cuerpo real, lo cual, a su vez, produce el cuerpo erógeno-, y un cuerpo imaginario -la imagen o representación que se hace el sujeto de sí mismo, en la medida en que percibe su cuerpo como un todo, como una totalidad (fase del espejo)-. Pero con relación a la sexuación del cuerpo, Lacan la va a pensar a partir de una elección que hace el sujeto en relación con el goce (Brodsky, 2004), y goce solo hay dos estilos: el goce masculino -goce fálico- y el goce femenino.

En la sexuación, entonces, el sujeto decide ubicarse del lado masculino o del lado femenino con relación al goce, y para hacer esto, el sujeto necesita del significante falo, el significante que sirve para marcar la diferencia sexual en el inconsciente: se lo tiene  o no se lo tiene. Pero cuidado: la sexuación no tiene que ver la biología del cuerpo, con la distinción sexual que se hace al observar el cuerpo real -el organismo-, de que se tiene o no se tiene un pene. La sexuación tiene que ver con cómo se subjetiva ese tener o no tener un pene -inscripción de la diferencia sexual en el psiquismo del sujeto-, cómo se subjetiva la diferencia sexual -lo que Freud llamó complejo de castración-, con cómo se ubica el sujeto respecto al falo, es decir, qué posición va asumir el sujeto al subjetivar ese tener o no tener un falo; cómo decide el sujeto ubicarse del lado masculino o del lado femenino con relación al goce. “Llamamos hombre o mujer a dos maneras de inscribirse en relación con el predicado fálico -que da por consecuencia dos estilos de goce-” (Brodsky, 2004).

Los hombres, que tienen el falo, pues temen perderlo -angustia de castración-; por eso se dedican a cuidar lo que tienen: su pene, su dinero, su mujer, esa con la que hacen ostentación de lo que tienen, al igual que con su moto, su automóvil o sus lujos, ostentación que los hace ver como unos idiotas. Las mujeres no tienen falo, pero desean tener uno -envidia del pene-; para eso recurren a sustituir simbólicamente el falo por otros objetos: un hijo por ejemplo (Brodsky, 2004).

Así pues, «el hombre tiene un falo, que es exterior; es patente y obvio y con él puede convertir con facilidad su placer en categoría. Por eso, lo que quiere el hombre se puede producir en masa y por eso hay una industria del sexo, pero sólo está pensada en masculino. Sólo para ellos.» (Laurent, 2016). En efecto, toda la industria del sexo y la pornografía esta hecha para los hombres, de los cuales se sabe siempre qué es lo que quieren: “los hombres, el hombre, sabe lo que quiere» (Laurent). Como del hombre se sabe lo que quiere, eso es lo que los hace predecibles, elementales, básicos, aburridos, hasta patéticos. Por eso se dice que cuando un hombre dice «si», es «si», y cuando dice «no, es «no». «En cambio, no se sabe lo que quiere cada mujer, porque cada una quiere algo diferente e individualiza su goce” (Laurent). Mientras que los hombres tiene algo en común: el goce fálico -por eso siempre se sabe dónde y cuando goza un hombre-, del lado femenino ninguna mujer tiene nada en común con las demás, cada una es radicalmente diferente de las otras (Brodsky, 2004). Es por esto que “la mujer no existe: sólo existen las mujeres de una en una” (Laurent), y su goce no es un goce sujeto a la ley fálica; es un goce Otro, infinito, ilocalizable. Esta es la razón por la cual no se sabe qué es lo que quiere una mujer.

Cuando un hombre invita a salir a una mujer, ya se sabe lo que él quiere; es ingenua la mujer que piensa que el hombre tiene para con ella “buenas” intenciones; las puede tener, claro, pero detrás de ellas está muy claro qué es lo que él desea. La mujer, en cambio, ni ella misma sabe muy bien qué es lo que quiere, por eso, cuando ella dice «no», puede querer decir «si», y cuando ella dice «si», se puede tratar de un rotundo «no», o de cualquier otra cosa; esto es lo que las hace difíciles de comprender, complicadas y hasta extraviadas, o «locas» que llaman.

446. El amor homosexual entre hombres y mujeres

El amor propiamente dicho, es el amor que se presenta entre sujetos que están en falta; es por esto que el amor es fundamentalmente neurótico, es decir, se da es entre sujetos que están castrados. Sólo se ama a aquel que se muestra en falta; el sujeto se se muestra completo, el sujeto que se encuentra satisfecho con lo que tiene -belleza, dinero, poder, un pene, etc.-, es un sujeto que difícilmente ama; busca ser amado, sí, pero le cuesta mucho amar, es decir, mostrarse en falta, mostrarse como un sujeto demandante, deseante. La dependencia de amor está del lado del Otro «en tanto que no tiene» (Miller, 1991).

¿Cómo se aman, entonces, dos sujetos homosexuales? En la homosexualidad masculina, hay un impasse: los dos tienen, están completos, tienen el falo; es más, esta es la condición para las elección de objeto en la homosexualidad masculina: que el Otro también tenga, «que tenga un falo como lo tengo yo». ¿Por qué? Porque la presencia del falo en el Otro es una manera de protegerse de la angustia de castración, es decir, al Otro no le falta nada, no está castrado, y eso le hace saber al sujeto que no tiene que enfrentarse con la castración femenina, con la falta del Otro. Entonces, para que un hombre pueda amar a otro hombre en la homosexualidad -cuando «se establece una relación propiamente amorosa» (Miller, 1991)-, se hace necesario castrar imaginariamente al Otro. De hecho, en toda relación amorosa, si el Otro se presenta «completo», para amarlo hay que castrarlo imaginariamente, es decir, introducirle una falta -cosa que es propia de la relación de la mujer con el hombre: como el hombre tiene, para poder amarlo, hay que castrarlo (Miller)-. Por tanto, en esta clínica de la castración imaginaria en el Otro (Miller, 1991), el homosexual masculino castra al Otro cuando lo utiliza como una mujer, cuando lo penetra; y a su vez, el homosexual que consiente en ser utilizado como una mujer, también realiza la castración imaginaria del Otro, en la medida en que hace desaparecer su pene dentro de él.

¿Y las mujeres homosexuales qué? El problema del amor entre mujeres es que ¡ellas ya están castradas!, y como el Otro en falta es la referencia del amor en la neurosis, se puede deducir, entonces, «que es natural amar a una mujer, en tanto en su castración imaginaria, ella encarna al Otro barrado» (Miller, 1991), al Otro en falta. Esto explicaría por qué el amor, homosexual o no, se presenta tan fácilmente entre las mujeres: no hay que castrarlas, ya lo están, y ya por esta razón se hace más que natural amar a una mujer (Miller). «¡No queda otro camino que adorarlas!», como dice la canción de Vicente Fernández. Se aman fácilmente entre ellas y las aman los hombres heterosexuales; ¡el amor definitivamente está del lado de la mujer!